Siempre he
pensado en la Navidad como un tiempo viejo, un poco borroso y
distorsionado que cada veinticinco de diciembre viene a sorprendernos
como un recuerdo azucarado y agradable. Pienso que la Navidad es eso,
un recuerdo de infancia, aquel tiempo en que creíamos en seres que
iban repartiendo regalos y que, con el tiempo, descubrimos
imaginarios. Todos luchábamos para que el sueño no nos venciese de
manera que la noche se hiciese más corta. Velábamos deseos cálidos
de papel satinado y los desempaquetábamos en mañanas frías.
Corríamos descalzos por la casa y las vacaciones parecían más
largas, como lo eran los veranos que nos doraban la piel. El tiempo
lo distorsiona y lo modifica todo. ¡Todo nos parecía tan grande y
distinto! Me gusta pensar que cada uno de nosotros tiene su Navidad
particular, única y diferente de la de los demás y que esa Navidad
es la que intentamos reproducir año tras año en un incansable
empeño por mantener nuestro espíritu eternamente joven y recordar
que las cosas que nos hicieron felices o las personas que nos
quisieron tanto y ahora ya no están siguen siendo parte inseparable
e imprescindible de nosotros mismos.
En mi
Navidad particular me gusta dormir en mi cama, acostarme y levantarme
tarde, volver a andar los caminos que me parecían tan distintos y
grandes cuando era pequeña; me gusta tomar las uvas porque me parece
ver a mi abuelo ahí, comiéndolas con nosotros y alardeando de que
come treinta mientras yo me atraganto con doce. Me gusta ver a mi
hermano y revivir nuestros juegos infantiles. Prefiero que
las cenas sean íntimas, sin grandes alardes y sencillas pero siempre
con vino. Y está ese ritual que he adoptado los últimos años que
consiste en pasar la tarde viendo por enésima vez alguna de mis
películas favoritas.
Hay regalos que se nos quedan grabados de por
vida pero el más preciado, ahora lo sé, es descubrir que cuando
estás con las personas que quieres te sientes como si estuvieras en
casa. Y no hay nada como estar en casa.
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