martes, 26 de mayo de 2015

Capítulo 59

Éste es el texto del quinto artículo, «La democracia como engaño», que Javier envió a España. La primera reacción fue de rechazo. Luego fue admitido, con la condición de que eliminara ciertas enojosas referencias a los medios de comunicación. «Creo que esta calificación —la democracia como engaño— se la escuché por primera vez a José Saramago, ese notable portugués que a veces imagina a partir de personajes imaginados por otros (digamos, sobre Ricardo Reis, uno de los tantos heterónimos de Pessoa). Le preguntaron qué opinaba de la democracia y respondió (aclaro que es una cita aproximada, ya que ni la grabé ni la vi reproducida en la prensa) que por lo general era un engaño. Como la amplia concurrencia susurró un estupor colectivo, Saramago fue desgranando su personal punto de vista. Como sus opiniones me impresionaron y de a poco las fui haciendo mías, aquí las adopto y amplío con mis propias palabras y no las de Saramago, quien sólo es responsable del puntapié inicial. »En apariencia todo está bien. Los diputados son elegidos por voto popular; también los senadores y las autoridades municipales, y en la mayoría de los casos, el presidente. [Los reyes en cambio, agrego yo, no son democráticamente elegidos, pero en compensación no mandan.] Sin embargo, quienes en verdad deciden el rumbo económico, social y hasta científico de cada país, son los dueños del gran capital, las transnacionales, las prominentes figuras de la Banca. Y ninguno de ellos es elegido por la ciudadanía. Aquí trepo con euforia al vagón de Saramago. ¿De qué voto popular surgieron los presidentes del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Trilateral, el Chase Manhattan, el Bundesbank, etcétera? Sin embargo, es esa élite financiera la que sube o baja intereses, impulsa inflaciones o deflaciones, instaura la moda de la privatización urbi et orbi, exige el abaratamiento del despido laboral, impone sacrificios a los más para que los menos se enriquezcan, organiza fabulosas corrupciones de sutil entramado, financia las campañas políticas de los candidatos más trogloditas, digita o controla el 80% de las noticias que circulan a nivel mundial, compagina las más fervorosas prédicas de paz con la metódica y millonaria venta de armas, incorpora los medios de comunicación en su Weltanschauung. La clase que decide, en fin. »Lyotard inventó la palabra justa: decididores. Tal vez sea éste su mayor aporte a la semiología política. Deciden con estrategia, con astucia, con cálculo, pero también deciden sin solidaridad, sin compasión, sin justicia, sin amor al prójimo no capitalista. Por otra parte, deciden sin dar la cara. Lo hacen a través de intermediarios aquiescentes, bien remunerados, altos funcionarios de mohín autoritario; intermediarios que en definitiva son, en el marco de la macroeconomía, los macropayasos que reciben las bofetadas de ecologistas, sindicatos y pobres de solemnidad. Los ricos de solemnidad, en cambio, están más allá del bien y del mal, bien instalados en su inexpugnable bunker y/u Olimpo financiero. De los copetudos intermediarios se conocen idilios, cruceros del Caribe, infidelidades, Alzheimer, sida, bodas espectaculares, pifias de golf, bendiciones papales. Por el contrario, los dioses del inalcanzable Olimpo financiero sólo aparecen alguna que otra vez mencionados en la prosa esotérica y tediosa de esos suplementos económicos que el lector común suele desgajar del periódico dominical y arrojar directamente a la basura, sin percatarse de que en ese esperanto de cifras, estadísticas, cotizaciones de Bolsa y PNB, está dibujado su pobre futuro mediato e inmediato. »En ciertas y malhadadas ocasiones, cuando algún vicediós del Olimpo es rozado por denuncias de dolo harto evidente, el impugnado se resigna a cruzar el umbral penitenciario, sabedor de que al cabo de pocos meses, o quizá semanas, acudirán amigos, familiares o compinches, capaces de aportar los milloncejos necesarios para pagar la fianza que algún miserable juececito le exige si quiere recuperar la libertad y el goce de sus mercedes y su Mercedes. (Como dicen que dijo un notorio español que llegó a ministro, “en matemáticas no hay pecados sino errores”.) Pero a no confundirse. Ese trámite más o menos ominoso puede ocurrir con un incauto o insolente vicediós, nunca con un dios hecho y derecho».

Mario Benedetti, Andamios (1997)