viernes, 14 de octubre de 2016

El pájaro de la felicidad

Muchas veces Joe se ha preguntado: "¿Habré tenido yo la suerte de cazar ese pájaro maravilloso de la felicidad, que todo el mundo asegura saber dónde anida, y que nadie, en último término, encuentra? ¿Será verdad que ha llegado la Fortuna como una pintada ave del Paraíso, o no será esta dicha extraordinaria más que un pájaro corriente, aletargado, que al último se me escapará, dejándome en las manos unas cuantas plumas de la cola?"

Pío Baroja, "El pájaro de la felicidad", Croquis sentimentales




Río Miño, Tui (octubre de 2016)

martes, 11 de octubre de 2016

Siempre volvía la primavera

"Con los pescadores y toda la vida del río mismo, las hermosas gabarras con su vida a bordo, los trenes de gabarras de los que tiraba un remolcador con chimeneas que se plegaban para pasar bajo los puentes, los grandes olmos en los muelles de piedra y los plátanos y en algunos puntos los álamos, y nunca me sentía solo paseando por el río. Con tanto árbol en la ciudad, uno veía acercarse la primavera de un día a otro, hasta que después de una noche de viento cálido venía una mañana en que ya la teníamos allí. A veces, las espesas lluvias frías la echaban otra vez y parecía que nunca iba a volver, y que uno perdía una estación de la vida. Eran los únicos períodos de verdadera tristeza en París, porque eran contra naturaleza. Ya se sabía que el otoño tenía que ser triste. Cada año se le iba a uno parte de sí mismo con las hojas que caían de los árboles, a medida que las ramas se quedaban desnudas frente al viento y a la luz fría del invierno. Pero siempre pensaba uno que la primavera volvería, igual que sabía uno que fluiría otra vez el río aunque se helara. En cambio, cuando las lluvias frías persistían y mataban la primavera, era como si una persona joven muriera sin razón.
En aquellos días, de todos modos, al fin volvía siempre la primavera, pero era aterrador que por poco nos fallaba". 

Ernest Hemingway, París era una fiesta


(Imagen: Berenice Abbott, Hands of Jean Cocteau, 1927)


La generación de las hojas

"Pero a estas preguntas hay que sonreírse y responder: "No puede estar sino donde toda realidad ha sido y será, en el presente y en lo que contiene".
Por consiguiente, en ti, preguntón insensato, que desconoces tu propia esencia y te pareces a la hoja en el árbol cuando, marchitándose en otoño pensando en que se ha de caer, se lamenta de su caída, y no queriendo consolarse a la vista del fresco verdor con que se engalana el árbol en la primavera, dice gimiendo: "No seré yo, serán otras hojas".
¡Ah, hoja insensata! ¿Adónde quieres ir, pues, y de dónde podrían venir las otras hojas? ¿Dónde está esa nada, cuyo abismo temes? Reconoce tu mismo ser en esa fuerza íntima, oculta, siempre activa, del árbol, que a través de todas sus generaciones de hojas no es atacada ni por el nacimiento ni por la muerte. ¿No sucede con las generaciones humanas como con las de las hojas?"

Arthur Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte



Cerezos (Tui, octubre de 2016)


"Respondióle el preclaro hijo de Hipóloco: 

— ¡Magnánimo Tidida! Por qué me interrogas sobre el abolengo? Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece. Pero ya que deseas saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido. Hay una ciudad llamada Efira en el riñón de la Argólide, criadora de caballos, y en ella vivía Sísifo Eólida, que fue el más ladino de los hombres. Sísifo engendró a Glauco, y éste al eximio Belerofonte, a quien los dioses concedieron gentileza y envidiable valor. Mas Preto, que era muy poderoso entre los argivos, pues a su cetro los había sometido Zeus, hízole blanco de sus maquinaciones y le echó de la ciudad. La divina Antea, mujer de Preto, había deseado con locura juntarse clandestinamente con Belerofonte; pero no pudo persuadir al prudente héroe, que sólo pensaba en cosas honestas, y mintiendo dijo al rey Preto: [...]"

Homero, Ilíada, (canto VI)

martes, 4 de octubre de 2016

La publicidad

[Éste es el texto del cuarto artículo, «Yo y la publicidad», que Javier mandó a España]: «Más de una vez estuve tentado de telefonear a una o varias agencias de propaganda, a fin de transmitirles un mensaje muy personal y muy escueto: “No se gasten conmigo. Para mí la propaganda es como si no existiera. Cuando por la mañana leo el diario, los avisos no cuentan. No importa que ocupen un espacio de cinco centímetros por una columna, o una página entera. No existen. Paso las páginas buscando y leyendo textos, noticias, artículos de opinión, análisis económicos, resultados deportivos, pero no me detengo en ningún aviso. No cuentan. Los eludo como a enemigos o como a baches en la carretera”. »Con la televisión me pasa algo semejante. El zapping nervioso, incontenible, de mi índice obstinado, me va salvando del detergente mejor del mundo, del automóvil más veloz, del champú esplendoroso, del cigarrillo más elegante. En verdad no soporto que la pantallita estúpida organice o desbarate mi vida. »Por suerte sospecho que no soy el único. Estamos saturados. También es cierto que la propaganda genera anticuerpos. Por ejemplo, a uno le vienen ganas de afeitarse con cualquier maquinita que no sea la que la tele nos propone e impone. Si de todos modos voy a consumir la refinada cochambre que exhibe el mercado, reclamo que no sea la del muladar televisivo. Al menos quiero ser dueño de mi opción de basura. »Un sociólogo norteamericano dijo hace más de treinta años que la propaganda era una formidable vendedora de sueños, pero resulta que yo no quiero que me vendan sueños ajenos sino sencillamente que se cumplan los míos. Por otra parte, es obvio que la publicidad mercantil va dirigida a todas las clases sociales: una empresa que fabrica o vende, por ejemplo, aspiradoras, no le pregunta a su cliente potencial si es latifundista u obrero metalúrgico, militar retirado o albañil; tampoco le pregunta si es católico o ateo, marxista o gorila. Su única exigencia es que le paguen el precio establecido. Sin embargo, aunque la propaganda va dirigida a todas las clases, el producto que motiva cada aviso siempre aparece rodeado por un solo contorno: el de la clase alta o la que ambiciona serlo. »El fabricante o importador de una determinada marca de cigarrillos sabe perfectamente que su producto puede ser adquirido por un burócrata, un tornero o una manicura, pero cuando lo promociona en televisión aparecerá fumado por algún playboy, cuyo más sacrificado quehacer será en todo caso jugar al polo, o tostarse al sol en la cubierta de un yate, junto a una beldad femenina en mínima tanga. Una motoneta puede ser un indispensable útil de trabajo para un mensajero o un mecánico electricista, pero en la publicidad aparecerá vinculada a una alegre pandilla de muchachos y muchachas, cuya tarea prioritaria en la vida es la de salir en excursión en medio de paisajes impecables, desprovistos por supuesto de detalles tan incómodos como la miseria o el hambre. Un champú puede tener como usuaria normal a una telefonista o a una obrera textil, pero en la tanda comercial de la televisión las cabelleras (que serán rubias, como las norteamericanas, y no oscuras, como las que ostentan las lindísimas morochas/trigueñas de América Latina) ondearán al impulso de una suave brisa, mientras la dueña de ese encanto corre lentamente (es obvio que en la tele se puede “correr lentamente”) al encuentro del musculoso adonis que la espera con la sonrisa puesta. »El mundo capitalista tiene sus divinidades: verbigracia el dinero, que representa el Gran Poder. Para el hombre que tiene dinero, y por tanto poder, la vida es facilidad, diversión, confort, estabilidad. No tiene problemas laborales (entre otras cosas, porque normalmente no labora) y hasta apela al sacrosanto dinero para solucionar sus problemas sexuales y/o sentimentales. Por supuesto, la publicidad no nos propone que todos ingresemos en ese clan de privilegio, ya que en ese caso dejaría de serlo. Tan sólo intenta convencernos de que esa clase es la superior, la que indefectiblemente tiene o va a tener el poder, la que en definitiva decide. Mostrar (con el pretexto de un reloj o de una loción after shave) que sus integrantes son ágiles, ocurrentes, elegantes, sagaces, apuestos, es también un modo de mitificar a ese espécimen, de dejar bien establecida su primacía y en consecuencia de asegurar una admiración y hasta un culto de esa imagen. Es obvio que la clase alta tiene gerentes panzones, feas matronas, alguno que otro rostro crapuloso, pero no son éstos los que aparecen en la pantallita. »Un dato curioso: las agencias de publicidad reclutan sus prototipos en la clase media, pero siempre los presentan con la vestimenta, las posturas, el aire sobrador, la rutina ociosa de la alta burguesía. El día en que lleguemos a comprender que la propaganda comercial, además de incitarnos a adquirir un producto, también nos está vendiendo una ideología, ese día quizá pasemos de la dependencia a la desconfianza. Y ésta, como se sabe, es un anticipo de la independencia. »A esta altura, creo que está claro que yo y la publicidad no nos llevamos bien». [Dos días después llegó este breve fax de la Agencia madrileña: «Amigo Javier: Tengo la vaga impresión de que pretendes que todas las agencias y productoras de publicidad se juramenten para hacernos el boicot. Lamentamos comunicarte que tu interesante exabrupto (que en esencia compartimos) ha sido desterrado al legajo de “impublicables”. ¡Por favor, sitúate de una vez por todas en la santificada hipocresía de este último espasmo secular! Recibe mientras tanto un esperanzado abrazo de Sostiene Pereira II, o sea de Manolo III».]

Andamios, Mario Benedetti (1997)

viernes, 17 de julio de 2015

Vivimos igual que soñamos

"Tengo la sensación de que intento contarles un sueño, de que me empeño en vano, porque ningún relato puede proporcionar la sensación del sueño, esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento con una estremecida rebeldía que lucha por abrirse paso, esa sensación de ser apresado por lo increíble que es la mismísima esencia de los sueños (...) No, es imposible; es imposible transmitir las sensaciones vitales de cualquier momento dado de nuestra existencia, las sensaciones que le confieren veracidad y significado, su esencia sutil y penetrante. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos".

J. Conrad, El corazón de las tinieblas


(Wim Wenders, El cielo sobre Berlín, 1987)

lunes, 8 de junio de 2015

Et in Arcadia ego

Te encontré en la alameda, cuando ya la noche
se desmayaba entre los árboles.
Mi barco fondeó en el puerto, y yo me sentía
un ciego con hambre de carne y de luz. El cielo era un choto
que lloraba, rodeándonos. Amarré tu talle al pico
lacrimoso de la brisa, noté por la lengua el cuchillo de este amor
que desde entonces cava en mí sus pozos. Quédate quieta, dije.
No hables. Cállate. Me pareces una pastora de la jungla.
¿Dónde tengo las manos, mis manos que no siguen los renglones
de los astros? Llévame hasta el arroyo, hasta la menta que
crece en el bosque. Pon tu dedo en la luna y bórrala
con tu hermosura de cristal y azules. Y ven después, amor,
bebe mi sangre de avispero, siente los mundos que recorren
mis ojos cegados por las aguas.
Agolpé mis labios, tan resecos,
en tu nuca, un largo naufragio. Y sucediste en mí,
eras la garza submarina, eras la vida venciéndome despacio.
Pelo suave, entraña suave tan cercana, entreabierta caricia.
Unos dientes empedrando las sombras. Te deshice en mi piel
cuando sentí tu abrazo de calor y vino
llegándome hasta el fondo,
tan dentro como los huesos. Eras
de pan, dos sílabas desnudas
habitaban tu nombre, y yo, una estatua herida por el músculo.
Escarcha en la salina y pisada en la arena
que se cubre de pronto
de un vuelo de cenizas. Yo corrí como un río
que anida en el paisaje.
Estaba mi corazón ansiando tus dedos,
desollado por un dolor que nadie tiene.
Estaba mi corazón así, como una fruta
que mordías, como tierra de estrellas que, más tarde,
tú plantaste en la vida.

Ángela Vallvey


martes, 26 de mayo de 2015

Capítulo 59

Éste es el texto del quinto artículo, «La democracia como engaño», que Javier envió a España. La primera reacción fue de rechazo. Luego fue admitido, con la condición de que eliminara ciertas enojosas referencias a los medios de comunicación. «Creo que esta calificación —la democracia como engaño— se la escuché por primera vez a José Saramago, ese notable portugués que a veces imagina a partir de personajes imaginados por otros (digamos, sobre Ricardo Reis, uno de los tantos heterónimos de Pessoa). Le preguntaron qué opinaba de la democracia y respondió (aclaro que es una cita aproximada, ya que ni la grabé ni la vi reproducida en la prensa) que por lo general era un engaño. Como la amplia concurrencia susurró un estupor colectivo, Saramago fue desgranando su personal punto de vista. Como sus opiniones me impresionaron y de a poco las fui haciendo mías, aquí las adopto y amplío con mis propias palabras y no las de Saramago, quien sólo es responsable del puntapié inicial. »En apariencia todo está bien. Los diputados son elegidos por voto popular; también los senadores y las autoridades municipales, y en la mayoría de los casos, el presidente. [Los reyes en cambio, agrego yo, no son democráticamente elegidos, pero en compensación no mandan.] Sin embargo, quienes en verdad deciden el rumbo económico, social y hasta científico de cada país, son los dueños del gran capital, las transnacionales, las prominentes figuras de la Banca. Y ninguno de ellos es elegido por la ciudadanía. Aquí trepo con euforia al vagón de Saramago. ¿De qué voto popular surgieron los presidentes del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Trilateral, el Chase Manhattan, el Bundesbank, etcétera? Sin embargo, es esa élite financiera la que sube o baja intereses, impulsa inflaciones o deflaciones, instaura la moda de la privatización urbi et orbi, exige el abaratamiento del despido laboral, impone sacrificios a los más para que los menos se enriquezcan, organiza fabulosas corrupciones de sutil entramado, financia las campañas políticas de los candidatos más trogloditas, digita o controla el 80% de las noticias que circulan a nivel mundial, compagina las más fervorosas prédicas de paz con la metódica y millonaria venta de armas, incorpora los medios de comunicación en su Weltanschauung. La clase que decide, en fin. »Lyotard inventó la palabra justa: decididores. Tal vez sea éste su mayor aporte a la semiología política. Deciden con estrategia, con astucia, con cálculo, pero también deciden sin solidaridad, sin compasión, sin justicia, sin amor al prójimo no capitalista. Por otra parte, deciden sin dar la cara. Lo hacen a través de intermediarios aquiescentes, bien remunerados, altos funcionarios de mohín autoritario; intermediarios que en definitiva son, en el marco de la macroeconomía, los macropayasos que reciben las bofetadas de ecologistas, sindicatos y pobres de solemnidad. Los ricos de solemnidad, en cambio, están más allá del bien y del mal, bien instalados en su inexpugnable bunker y/u Olimpo financiero. De los copetudos intermediarios se conocen idilios, cruceros del Caribe, infidelidades, Alzheimer, sida, bodas espectaculares, pifias de golf, bendiciones papales. Por el contrario, los dioses del inalcanzable Olimpo financiero sólo aparecen alguna que otra vez mencionados en la prosa esotérica y tediosa de esos suplementos económicos que el lector común suele desgajar del periódico dominical y arrojar directamente a la basura, sin percatarse de que en ese esperanto de cifras, estadísticas, cotizaciones de Bolsa y PNB, está dibujado su pobre futuro mediato e inmediato. »En ciertas y malhadadas ocasiones, cuando algún vicediós del Olimpo es rozado por denuncias de dolo harto evidente, el impugnado se resigna a cruzar el umbral penitenciario, sabedor de que al cabo de pocos meses, o quizá semanas, acudirán amigos, familiares o compinches, capaces de aportar los milloncejos necesarios para pagar la fianza que algún miserable juececito le exige si quiere recuperar la libertad y el goce de sus mercedes y su Mercedes. (Como dicen que dijo un notorio español que llegó a ministro, “en matemáticas no hay pecados sino errores”.) Pero a no confundirse. Ese trámite más o menos ominoso puede ocurrir con un incauto o insolente vicediós, nunca con un dios hecho y derecho».

Mario Benedetti, Andamios (1997)